Noni Benegas. Lugar Vertical
La poeta Noni Benegas es conocida, además de por sus versos,
como autora de la antología de poesía española escrita por mujeres Ellas tienen la palabra, que desde 1997
no ha dejado de reeditarse, y cuyo estudio introductorio se ha incorporado al
corpus de la Historia y Crítica de la
Literatura Española de Francisco Rico. La gran paradoja de aquel volumen,
ponderado y riguroso, fue la ausencia entre sus páginas de una de las voces
fundamentales de la poesía española de finales del s. XX y principios del XXI:
la propia antóloga.
Desde que José Ángel Valente impulsara su reconocimiento en los años 80, Noni Benegas ha ido trenzando una obra poética singular de libros esenciales, que han ido aflorando en ediciones cuidadas y premios valiosos (Naciones Unidas, Miguel Hernández, Esquío de Poesía, Martorell, Rubén Darío) pero sobre todo en el eco sucesivo de lectores insatisfechos, que no dejan de diseminar sus versos en críticas literarias y en blogs de Internet.
Esa es la marca de los poetas de cuño propio: encienden, contaminan. Porque a la manera descrita por el filósofo sirio Abu l-Wafa al Musbashshir en su traducción castellana del s. XIII, su palabra sobre el alma “como el viento açiende el fuego e la faze crescer” y su haber “es tuyo en la tu tempestad”. Ese es el misterio mayor de la poesía: cómo unos pocos nombres en cierto ritmo pueden atravesar lenguajes, siglos, océanos, para replicar en otro yo la exacta arquitectura de su falta, reiniciar un mismo estado de conciencia en una tarde ajena o cristalizar permanentemente las hogueras vacías del lector.
Decía Walter Benjamin en sus últimos fragmentos de la Tarea del Crítico (Die Aufgabe des Kritikers, que forma pareja con Die Aufgabe des Übersetzers) que para hablar de un autor hay que actuar como un agrimensor de sus límites. Sin embargo, en el caso de un poeta no queda más remedio que, a manera de zahoríes, usar del propio cuerpo para detectar las corrientes invisibles por las que discurre su filo. Dejarse exponer a los poemas para que reverberen en no se sabe antes qué recuerdos o lecturas. Ello es particularmente necesario para tratar de un libro tan inmanente como Lugar Vertical de Noni Benegas, donde apenas hay un poema que, como decía Baltasar del Alcázar, no sea “el cristal que me hiere de las manos”. No resulta gratuito, te advierto, lector, internarte en esta obra, que a pesar de su falta de alardes muy bien podría cruzar la estigia cultural y mercantil y formar parte, no ya de la escasa poesía española superviviente de estas décadas iniciales del siglo XXI, sino de los restos lejanos del naufragio.
Simone Weil anotó en uno de sus cuadernos que “ce qui distingue les états d’en haut de ceux d’en bas, c’est, dans les états d’en haut, la coexistence de plusieurs plans superposés”. La poesía habla de esos momentos en que el presente se desfonda, y toda la vida, por un instante, se vuelve transparente. En que la trama sutil entre el antiguo yo de la infancia y el actual se tensa, y vuelven a abrirse las bocas del pasado y del futuro. Como en los sueños.
Este libro de Noni Benegas, quizá como todos los suyos, trata de los estados del ser, y por ello no resulta extraño que en él haya un capítulo entero dedicado a Oniros, el sueño activo que tan ambiguamente se traduce en castellano. Ya en Fragmentos de un diario desconocido (2004) decía: “el sueño me recompone/ sin sobras/ entera”. Dentro de este otro libro, en las salas del sueño acuden los rostros perdidos, coinciden los tiempos y falta la voz:
y lo colgaba junto a la ropa mojada
viva
que chorreaba agua,
mas en contacto con el aire se secaba.
Intentaba decirlo,
pero estaban fijados en un hecho remoto,
como si aún fuera una niña y todo siguiera igual.
Esa agua seca discurre también por cada uno de los versos de este Lugar vertical: una voz que dice a la vez lo cierto y lo imposible. Una voz que se niega a sí misma para seguir sonando: “Hago pie / en párrafos inéditos”. Como si el vacío le llegara a la garganta.
El libro se abre con un fragmento de uno de los poemas:
Un lugar vertical
adonde hundirse o ascender
ambas decisiones a tomar
entre vaivén y vaivén.
Su significado se profundiza a la luz simultánea de dos lemas que han acompañado durante años a Noni Benegas, según contaba la propia poeta en los Encuentros de Verines de 2006. El primero es un verso de Neruda:
Lo que tengo está en medio de las olas
El segundo es una copla anónima también referida al mar:
Fui la piedra y fui el centro
y me arrojaron al mar
y al cabo de largo tiempo
mi centro vine a encontrar.
Aunque ella argumentaba en aquella conferencia su paso de uno a otro motto vital, resulta particularmente difícil hablar de evolución en el caso de los libros de Noni Benegas: sus poemas han surgido desde sus comienzos, desde Argonáutica (1984), tan ceñidos a las dimensiones de su yo, tan hostiles a la exageración o el adorno, que todos están al mismo nivel: al raso, en la sequedad de los místicos, sobre el mundo tras la retirada del diluvio.
Porque no hay agua, no hay mar. Se ha ido. Y sin embargo, se tiene la sensación en estos poemas de seguir caminando a ras de fondo, “en los Alpes abisales”. Como si se anduviera a la vez por cimas recientes y por un lecho inmemorial. Un lugar donde no debería poderse respirar, y sin embargo donde la autora y el lector siguen inhalando. Quignard, hablando de los peces que se escurren de entre las manos y vuelven al agua: “No guardan memoria, acaso, más que de la luz y la sofocación. Yo pienso que también nosotros somos así (así como los peces son ante el aire y la luz) ante la noche y el abandono”. Dice Noni Benegas:
Tanto vivo, tanto muero.
Una ventana
esta luz, lucífera
que no alumbra lo de adentro,
y distrae al día de lo auténtico
que en el día ocurre,
cerrada por las mañanas a la vida
que colaba de mí por las noches.
Volverme del revés
y reptar anfibia,
mi anverso palpando el mundo
mi reverso ondeando al cielo.
Quizás Platón expulsó a los poetas de la República por la razón contraria que alegó: porque no dejan de demostrar que el orden y la llamada realidad son un gran hatajo de mentiras. Los poetas se obstinan en identificar lo inauténtico, y no dejan de proclamar la falacia compartida y la promesa de sangre que contiene. Es Casandra, protestando contra el coro: “Dejadme recorrer los caminos que tengo concedidos”. Es Noni Benegas, en la sección de este libro titulada “La niña Mala”:
Buscaba un lugar
del que colgar y balancearse,
no un lugar-excusa al que se vuelve
y en el que nunca se está entera.
No sabe dónde lleva ese rumbo meridiano. Sólo que “Tus lugares remotos serán más vivos / que los triviales que les aquejan”. Este es un libro de voz oracular, como las encinas de Dodona, de un puro aquí y ahora expuesto a la intemperie. Y como ellas, a medias enmudecidas en una Grecia sin dioses, Noni Benegas despoja de énfasis el terror, acompaña su declaración de roces elementales, y traduce el sitio con susurros coloquiales a quien está leyendo:
Hay un lugar de nada
al que se llega enjuagándose las manos
día tras día,
donde todo empieza y acaba
de la misma manera.
Se entra en él sin notarlo y se sale:
¿te has fijado?
lugares continuos
que no precisan su preparación;
allí estás la mayor parte del tiempo sin estar.
Lugar pre/paratorio
¿de qué?
Una nostalgia devastadora y ciega se deja sentir a lo largo y ancho de estas páginas. Como si la inmensidad reclamada acechara en cualquier minuto, en la cesta de la compra de la vecina, por ejemplo:
Caerán acelgas y apios
-serán guirnaldas verdes-
en medio, pimientos rojos
como gemas,
manzanas de oro,
y volverá Grecia a su cesta,
las Hespérides, el Ática entera
una mañana de julio,
pues al fondo,
bien envuelto en papel de estraza,
medio mar boquea.
Entre las secciones del libro, hay una en particular en la que la autora se deja traspasar por la voz del sitio y de la hora. Se llama “Pulsos”, y alude a los dibujos con carboncillo y sanguina que, con los ojos cerrados, realiza Noni Benegas. “¿Por qué con los ojos cerrados?” –comenta en otra ocasión– “Porque así como cuando escribo intento no repetir los discursos que flotan alrededor y espero a ciegas lo que busca decirse dentro de mí, así creo que hay que dejar la mano hablar, sin dirigir ni corregir el trazo con la mirada, para evitar la censura de mi ojo cultivado. Luego abro los ojos, ojeo, creo entender, lo titulo.” Y añade: “Pulso: una escritura que quiere dejar de ser signo de la voz, para serlo de la psiquis. Un sismógrafo de las emociones en un instante preciso. Y como tal, atenta a los ritmos de un interior que desconozco”.
Ese desconocimiento activo se plasma de forma distinta en la escritura, por medio de una suerte de vía negativa que recuerda el poema de Francisco Pino: “Aunque al tachar a ti también te taches / táchalo. / Tacha, retacha, / a hermosa noche tu tachar te lleve”. Dice Benegas:
Tremola el pulso
y cae como un pañuelo
o aún, imperceptible barre
en zig-zag
donde más pasión queda.
El significante se resiste a la declaración. Los versos se abren, paralelos, como agallas:
Absorta
ciudad astillada
en siesta, en sombra.
Pero que nadie confunda estas “caligrafías vanas / de sabor inerte” con los silencios heroicos de los que tanto abunda cierta lírica actual, que exalta lo insignificante y finge rastros mistéricos, cuando no se dedica directamente a la cursilería abstracta. El personaje poético de este libro, en cambio, disminuye su sombra y perfila su naturaleza corriente: φύσεως, physis, del verbo φύω: “lo que brota”.
No un aquí permanente.
Sólo urgencia de rebasar,
sin zen
ni cuarto de caligrafías.
“No es esto, no es esto, no es esto”, que repite en su prosa constantemente Juan de Yepes. Y a pesar de ello Noni Benegas no tiene nada de mística. No sirve a ningún dios, y si hay una palabra no pronunciada que transpira todo este libro de Lugar vertical sería libertad, independencia. Como otras poetas contemporáneas (Sharon Olds o Susana Thénon, por citar dos nombres próximos a la autora), Noni Benegas nos contagia atrevimiento a todos con su mirada lujosa y radical. De modo similar a la Casandra final del Agamenón de Esquilo, que traiciona a Apolo y decide que “mi oráculo ya no mirará desde detrás de un velo, como una muchacha recién desposada”, y que se propone hablar sin enigmas “como si fuerais compañeros de mi carrera”, Noni Benegas deserta también de los dos lemas que presidían el templo de Delfos: “Atente a tus límites” (tal es la traducción real de γνῶθι σεαυτόν) y “nada en exceso”, y podría proclamar como hace Casandra “harto conozco yo mi lengua”, como única declaración de soberanía.
Porque en ningún otro lugar sino en esa delicada maestría puede ubicarse a esta poeta española y argentina, pródiga y escueta, surrealista y clásica. Que tan pronto escribe una farsa cruel (“El niño crápula”) como airea los interiores de los versos de Rubén Darío, o se inmiscuye en las colaboraciones numerosas que acompañan otros varios poemas de este libro.
Sigo pensando en que debo o quiero o estoy
oyendo música ajena
porque, me pregunto,
¿cómo puedo seguir componiendo
si no oigo a otros?
Una cualidad proteica que no puede comprenderse sin percatarse de la total, absoluta libertad elegida por la autora de no reconocerse. De negarse a la identificación con su reflejo o con sus pasos:
Pago, pago siempre
con una música que no es la mía.
El lector de poesía, es decir, el lector que no ha adaptado su sed, puede por ello acaso encontrar su lugar personal e inhóspito en esa negativa a la sustitución que no cesa de ejercer el sujeto poético de este libro, con ironía y siempre deseante:
Y un caballo aunque no se suba,
un asado aunque no lo coma,
una canoa aun sin río,
amigos que vengan
aunque no haya amigos
ni un espejo para un amante
con el pelo ensortijado y bello.
Quiere un otoño
como si hubiera otoño
y esto fuera la vida.
Y a la vez y sin embargo, ¡qué intenso sigue apareciendo el mundo en estas negaciones! Noni Benegas es una filósofa-poeta, una Shiva que destruye y crea al mismo tiempo palabras recién caídas: “De no un camino / borrado por la nieve, ni margen o río”. En medio de argumentos y fórmulas despejadas, persisten el chisporroteo de una piña, calimas, un “tobogán lascivo”, y los detalles de un par de calles de Nueva York que abren la sección de “Lugares”. El primer poema transcurre en Grand Street, y desglosa un lugar industrial en objetos desmantelados, no muy distintos, imagino, a los trastos que Louise Bourgeois recogía de las calles y que la impulsaron a componer sus primeras esculturas. El segundo trata de las dársenas oscuras de Nueva York, y como los siguientes, no puede distinguirse por cuántos espejos atraviesa la mirada de la poeta.
“Aber ich lebe nur von den Zwischenräumen”. “Pero vivo únicamente de los intersticios”, declaraba en una entrevista Peter Handke. En este libro de Noni Benegas la fisura más difícil y obligada es la que se da entre las palabras y la vida. Tan insalvable en la sección que abre el libro: “Mañanas”. Rigen otras leyes y otros tiempos en la conciencia y en el cuerpo. La poesía no sólo quita fe de esa disparidad, sino que ni siquiera puede comportarse como los antiguos ritos, según la definición confuciana: “Hacen breve lo que es demasiado largo. Hacen largo lo que es demasiado breve”. En los términos de Noni Benegas:
Las palabras son tan ágiles,
los días tan lentos,
borradores de una realidad más densa,
colores como fruta
furias como viento.
Esta reseña apenas puede dar cuenta, tampoco, de las múltiples cascadas de sentido que cuelgan de los versos de Lugar vertical. Sólo tal vez aludir a su ligereza estricta, a la suavidad de su ritmo tan apegado a la prosodia natural del lenguaje, a su ironía rampante y lampasada, como en varios de los poemas incluidos en la sección titulada “Escribir”, a sus verbos quietos. Pero por más que me dedique aquí a acumular indicios, seguiría sin conseguir evocar la vaharada de íntima libertad que fijan estos versos. Que no sueltan al lector tras su lectura. Este Lugar vertical de Noni Benegas se hace con quien lo adquiere, obliga a tener cerca sus páginas mientras se va dejando todo atrás, mientras no queda nada todavía por delante.