El mundo del arte suele reaccionar con cierto retraso a las crisis económicas. Todavía en 1931 grandes exposiciones tenían lugar en el Nueva York de la Gran Depresión. Vendría a ser el equivalente de la carroza y la tropa de empolvados criados de los que no supo desprenderse María Antonieta en su fuga de incógnito antes de perder la cabeza. Y en un país tan Ancien Régime como el español, donde la clase política y bancaria considera normal la perpetuación nobiliaria, y en una feria de financiación pública como ARCO, se nota más el empeño en fingir que no ha cambiado nada, y que lo que pase fuera de los dos pequeños pabellones a los que ha quedado reducida la feria de vanidades madrileña no tiene por qué afectar a las ceremonias habituales. Hay que reconocer que tal comportamiento es fiel a la expertise española en decadencia y su fascinante dedicación al autoengaño.
Y no es que abunden los fastos en ARCO. Algún veterano expositor rememoraba las botellas de champán gratuitas, mientras insinuaba hábilmente a sus visitantes su total disposición a ser invitado a una cervecilla del stand de Heineken. Pero es que, cuando ya no se puede estirar más la piel, y las arrugas cuartean el bótox, resultan menos convincentes las palabras que antes servían de guarnición a la belleza bien cuite. Helga de Alvear: "Vendemos espiritualidad, y la gente anda necesitada de ella".
Ciertamente vi unos cuantos necesitados en los pasillos desangelados de ARCO, por ejemplo algunos antiguos comisarios reconvertidos en personal shoppers (perdón: advisors), pero a ellos no cabe reprocharles nada porque no hacen más que buscarse la vida en este Baile de los Vampiros, y que nadie note que nos reflejamos en el espejo del salón. No, los reproches van contra la organización, que se ha limitado a su papel de montar las gradas de Semana Santa del Arte Español, reservando los asientos para los notables de la localidad e invitando y sufragando a unos cuantos figurantes extranjeros para simular que la feria está en el mapa mundial y asistir juntos al paseíllo de imágenes de reconocido interés turístico. Ya no vienen los gobernadores civiles de las otras provincias, porque la gasolina se ha puesto muy cara, pero sí al menos la prensa capitalina, con caseta y todo, que ya se sabe que cada uno cuenta la feria según le va en ella. Y además queda moderno.
Aunque sea precisamente modernidad lo que se echa a faltar en este mercado medieval. Sí, entre los imagineros se cuela alguna propuesta interesante, como los tatuajes sombríos de Tatiana Parcero o el rigor exquisito de Younes Rahmoun, pero la mayor parte se dedican a los consabidos juegos chinescos del estilo de Gabriel Lester o insisten en llamar la atención sobre soportes inauditos o los lábiles límites del arte cotizado. En una feria no pueden faltar las figuras comerciales (Marilyn Manson, y el chino de la discretísima pareja Foster), pero al menos podría exigirse que entre los españoles, quitando a los muertos, no siguiéramos encontrando a los mismos de hace veinte años, de hace diez, reivindicando su condición relicaria: Arroyo, Genovés... El rechazo de la feria este año a las instalaciones deja algunas obras a medias (como los zincs de Jesús Palomino, apoyados por su galerista contra la pared) y contribuye a la atonía general de esta edición.
Son muchas las cegueras de este ARCO cegado: los artistas valiosos, extranjeros o españoles, nuevos o no, el debate abierto (es más controlable el club de nombres exóticos), la vinculación con la ciudad (los actos paralelos son otro pretending, y After ARCO recuerda demasiado a un programa de entretenimiento de congreso provinciano). Sin embargo, quizás sea la desconexión con Iberoamérica la mayor de sus amputaciones voluntarias. Los pocos artistas americanos, y los hay interesantes, entran a través de expositores de otros países, como el chileno Cristóbal Lehyt en la Vogt Gallery. No se aprecia ninguna voluntad de enlazar de manera real con el tejido de galerías cada vez más poderoso de México, Colombia, Argentina, Chile. La presencia de galerías brasileñas es una anécdota sin jerarquía. ¿Dónde está la conexión y colaboración con la Miami Art Fair?
Comparar ARCO con la acartonada corte madrileña de finales del XVIII es una exageración. Es un simple salón de baile retro para parejas mayores y adineradas, que se conocen desde hace mucho y no les importa que por la puerta no entren visitantes nuevos mientras no les cierren el local. El problema es que ese local está pagado con nuestros impuestos, y ya es hora de que se deje de meter dinero público en este rastrillo exclusivo y presuntamente internacional a donde acuden sólo invitados extranjeros de medio pelo o sobornados. Eso sí, se sigue dispensando mucha espiritualidad.