La publicación en editoriales aventureras recién surgidas parece ser la única garantía de interés para una novela, en los márgenes de la charca chamarilera donde se edita hoy en España, aunque no resulta fácil dar con estos nuevos libros que, a buen seguro, carecen por sistema de la atención secuaz de los suplementos literarios, ¡cuestan tan caros los centímetros de publicidad en el papel de periódico! Tras sortear las dificultades de la distribución, no defrauda en absoluto esta novela aparecida en <a href=http://www.multiversa.net/ target=_blank>Multiversa</a> cuyo título remite a la promesa de la serpiente a la mujer en el paraíso, y que trata de las vidas de unos cuantos muchachos cuya adolescencia y primera juventud coincidió con los últimos años del Franquismo.
Resulta sintomática la ausencia de novelas sobre ese período, en un momento en que los anaqueles de las librerías están atiborrados de narraciones sobre la Guerra Civil en lenguaje periodístico, y donde los “escritores jóvenes” producidos por las editoriales desde hace veinte años sólo publican crónicas contemporáneas. Quizá a los otros narradores no les apetece enfrentarse con sus yoes de hace un tercio de siglo, “el tiempo de extraviar una vida”, como lúcidamente se ha encargado de relatar Gabriel Albiac. Y no es que hayan faltado otro tipo de ficciones sobre esa época, monocordes y siempre revestidas de prestigio “documental” televisivo, sin contar con las autobiografías privadas que toda aquella multitud que abarrotaba la Plaza de Oriente o vivía satisfecha con el Régimen se fabricó para adecuarse esquizofrénicamente al discurso oficial. Una excepción fue El buque fantasma, de Andrés Trapiello, que al igual que la novela de Aurelio Rodríguez transcurre en la ciudad de Valladolid, y que también relata la vivencia de aquellos estudiantes en búsqueda personal y colectiva.
Ambas novelas recurren al mismo método, que la crítica de nuestro país suele hallar incómodo pero que en otras tradiciones narrativas (la novela japonesa contemporánea, por ejemplo) es abundante y ha sido bien delimitado: la novela del yo, en la cual el personaje del narrador y del escritor se entreveran otorgando estatuto verosímil a la ficción autobiográfica, de un modo no muy distinto a como Cervantes entremezcló en su época la narración histórica y la narración de fábulas. En el caso de Seréis como dioses habría que hablar más bien de una novela del nosotros, puesto que muchas veces el narrador está confundido hábilmente en el grupo de amigos que cruzan las páginas de esta novela que, como Walter Benjamin dijera de su Berliner Kindheit um 1900, podría calificarse de “autobiografía de una generación”. En otras ocasiones, el narrador parece instalarse en el punto de vista del protagonista principal de la novela, cuya existencia en el mundo real sospecha y duda el lector actual de modo similar a como, piensa uno, habría gente a principios del siglo XVII deseando conocer en persona a Don Quijote.
Y bastante de cervantina tiene esta novela de Aurelio Rodríguez, más extensa y compleja que la de Trapiello. No sólo por el estilo, lujoso a veces y siempre fresco, no sólo por los versos y párrafos ajenos engastados en la prosa o los distintos registros, sino sobre todo por esa pretensión de aunar el mundo de los libros y el mundo de la vida que caracteriza a Toni Romero, adolescente que experimenta su propia education sentimentale “incapaz de no referir a un lugar simbólico o artístico cuanto veía o quizá vivía”. No asistimos, sin embargo, al descalabro de sus ilusiones, al contrario que en la novela de Flaubert donde Fréderic Moreau apenas soporta al final “le désoeuvrement de son intelligence et l'inertie de son cœur” y para quien “rien ne vaut les souvenirs et les illusions de l'adolescence”. Es cierto que el narrador vallisoletano alude a la pérdida futura de aquellos días estimulantes y a la “exuberante libertad, nunca vuelta a encontrar una vez situados en la frialdad económica, en la bruma familiar, en la grisura social, en la obligatoriedad del éxito profesional, ni aunque éste lo fuera de la inteligencia y del espíritu”. Pero no presenciamos su desvencijamiento, porque el autor de esta novela prefiere restringirse a aquellos presentes intensos, antes de que llegue el tiempo de la frustración y el olvido imperfecto.
Así ―y para Dostoiewski ésta era una de las cualidades imprescindibles de toda ficción―, el lector anda y oye y discurre en otro tiempo que el suyo propio, en los paseos sin ruta de aquellos adolescentes confusos y anhelantes, que acechan muchachas y conocimiento con parecida vacilación y valentía por las aceras sucias de la ciudad de la novela. Aurelio Rodríguez consigue inmiscuirnos en la hora y el ámbito de aquella sociedad provinciana, en aquel bar en el que los amigos van a tomarse algo: "Con cautela para no rozar, progresa hacia la barra entre cadetes de la Academia de Caballería en posturitas, entre vozarrones resudados de caciquillos endomingados, entre caras congestionadas contando chistes viejos, entre señoras que ostentan con impertérrita obstinación tetas, joyas, moños de pastelería. Por las mesas, caras cetrinas y aburridas, bigotillos falangistas entrecanos, manos meciendo negligentes, meñique al vuelo, vasos dorados, trajes marengo, príncipe de Gales, de espiguilla, dónde voy yo con esto, qué cabrón." No hay, de todas formas, tono complaciente de elegía en el relato de aquella edad, más bien un humor acerbo dirigido contra los límites mediocres que la rodeaban, sin que por ello ―y ese es uno de los muchos aciertos de esta novela― cada personaje pierda la perplejidad que entonces le era propia. Los diálogos vivos y una prosa abierta a la poesía y a la jerga científica consiguen un equilibrio extraño: que miremos con los ojos de Toni Romero y que, al mismo tiempo, se levante alrededor un corro de indicios y fantasmas con vida. El Valladolid ficticio que alzan estas páginas es ya el código con el que se puede leer esa ciudad que figura en los mapas y otras semejantes, para alcanzar a verla, de la misma manera que nos permite a cada lector reinventar nuestra propia pubertad.
Pero la novela no se detiene ahí, sino que en sus amplias y escasas 375 páginas relata una crónica colectiva y enlaza pasiones privadas y públicas. Con el traslado a Madrid del protagonista, asistimos en primera persona, como en los primeros historiadores griegos, al "pronunciamiento estudiantil" del año 1965. Por sus páginas cruzan al vies nombres conocidos ―Agustín García Calvo, Tierno Galván―, mientras que otros hoy apenas recordados obtienen una voz y una presencia, como el profesor Santiago Montero. Pero no contemplados desde una ventana cenital, sino contado todo ello con la angustia de quienes no saben por qué puerta va a cargar la policía, y adobado por esos días largos sin dinero y llenos de conversaciones y lecturas y entusiasmos y decepciones. Quizás sólo novelas como ésta pueden recrear el tono de un tiempo en que a los padres se los trataba de usted y en el que "volaban los pajaritos anarquistas de Brassens sobre la alfombra persa". Un tiempo que mientras vamos pasando páginas también nos pertenece, también sentimos con Toni Romero "el futuro pisándonos los talones" y volvemos a no saber a dónde ir, y a saber que "cualquier dinero es una miseria en comparación con la vida que entregas".
Son muchas las capas de esta novela, y numerosos los episodios que suscitan comentarios, pero si algo cabe destacar por encima de cualquier otra cosa es el lenguaje. No un lenguaje barroco o preciosista, sino preciso a la vez que cargado de alusiones e invención, el lenguaje castellano del Viaje de Turquía o de la prosa poética y cortante de Justo Alejo. Toda esa marea periódica de libros que inunda las librerías en nuestro idioma oficial contemporáneo no cuenta. La novela de Aurelio Rodríguez permite, en cambio, volver a hablar de literatura en español escrita en este viejo país ineficiente.
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