Aquella mañana, Max montó en la moto y dejó atrás el seco camino de su venta. Ya en la N-340 vio a lo lejos, reverberando a la luz del sol, una figura en medio de la carretera. Los coches la esquivaban como si fuese un animal muerto. Cuando estuvo cerca, pudo comprobar que se trataba de una mujer que de rodillas en el esfalto imploraba con sus manos juntas, a modo de rezo, ayuda. Nadie paraba. Max en un acto reflejo también la esquivó. Pero ya no marchaba en la moto bien sentado, sino más bien incómodo y disgustado consigo mismo, a sabiendas de que los ojos perdidos de la mujer se posarían en su espalda por un tiempo. Recorrió casi un kilómetro con ese sentimiento hasta que, respondiendo a su angustia, dio media vuelta y enfiló hacia la figura que en la gran recta de la carretera seguía en su actitud implorante. Avanzó despacio, perplejo, y cuando llegó a su altura paró en el arcén. El depósito de su moto emití destellos de color púrpura. Sin quitarse el casco cruzó hasta la mitad de la carretera y cogió a la mujer por detrás asiéndola por las axilas. Ella se dejaba hacer, perdida en su solipsismo y en su peso muerto.
Dos coches, entonces, al verlo, pararon. Max, haciendo oídos sordos a los gestos de ayuda, arrastró a la mujer, la montó en la moto y cuando él estuvo bien sentado hizo que ella se sujetase a su cintura. Sus pechos se apoyaron en su espalda. Arrancó la moto y en más de una ocasión hubo de sujetarla para que no cayese por un costado. De esa manera desquilabrados marcharon por la carretera desafiando las miradas de asombro y en algunos casos reprobatorias de quienes desde sus vehículos juzgaban la singularidad de la ruta.
Por fin llegaron al camino de tierra que llevaba a la venta. Allí, Max bajó a la mujer de la moto y se la entregó a Norma para que la cuidase. Sabía que la generosidad de ella superaría cualquier estado de malestar en su ánimo. Efectivamente no tuvo ningún reparo en lavarla, darle de beber y de comer e incluso acostarla en su cama como si fuese su propia madre enferma de senilidad. Hacía tiempo que se había acostumbrado a vivir en la franja de humanidad a que obligaba la ubicación de la venta, entre el agua y la tierra. Todos allí pertenecían a ese límite donde lo importante es tan básico como cuidar a un ser humano en estado de desesperación, de desamparo.
Era una joven marroquí. Rashid estuvo a su lado y habló con ella hasta que poco a poco fue saliendo de su estado alucinado. Aún le costaba creer que se encontrase a salvo. Las palabras que comprendía bien en su idioma la aplacaban. Era como ir recuperando a partir de la empatía infantil, en un rápido viaje elíptico, las claves de lo que le había sucedido. El lenguaje materno le suministraba el calor suficiente para recobrar su ánimo. Y por fin, habló. Y el niño la escuchaba con lágrimas en sus ojos.
Habían salido de la zona de Ksar es Shegir en una patera. La noche era clara y la luna alta. Iba acompañada de un hermano y un primo, entre las muchas personas que llenaban la embarcación... (...)
Eduardo Iglesias
Tarifa. La Venta del Alemán.
Madrid, El Tercer Hombre, 2004.
Páginas 9-11.
© Eduardo Iglesias
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